Cuando mi hermano hizo la prueba de acceso para entrar en la
E.G.B. -ya
pieza de museo del recuerdo-
el director del colegio San Viator, en la Plaza Elíptica de Madrid, fue a
hablar con mis padres y les dijo que estaban encantados de admitirle. No era de
extrañar, considerando que con tres años, mi hermano se sabía los ríos de
España y corregía la gramática de los mayores al hablar.
Cuando años más tarde yo hice las pruebas de acceso para
entrar en el mismo colegio, el director fue a hablar con mis padres y les dijo
que la única razón por la que me admitían era porque mi hermano estaba en el
centro. No me tocó la mejor parte a la hora de repartir, en esto de la
inteligencia.
Con el paso del tiempo, pude disimular mis carencias con
doble de esfuerzo, pero había pensamientos que siempre me perseguían y que me a
veces no me dejaban descansar en mi inocencia de niño tonto. Recuerdo
especialmente cuando Don Alberto, un cura famélico con rostro de querubín, nos
hablaba del Juicio Final. Siendo un niño y no muy espabilado, es de imaginar y
comprender, que la idea de un Juicio Final, allí en las nubes, con un Dios
todopoderoso, sentado en su trono, con sus barbas blancas y su voz atronadora,
tipo Zeus, daba mucho miedo. “Os preguntará si habéis sido buenos”, decía Don
Alberto en un tono dulce, pero dejando caer el mensaje como si fuera una loza
de proporciones eternas. “¿Qué le vais a contestar?” Y se nos quedaba mirando
como preguntando ¿Eh? ¿Eh? Venga, decidme, listos, con la panda de pequeños
cabrones que estáis hechos, que no paráis de dar por culo en clase, ¿qué vais a
decir cuando nada más y nada menos que Dios os pregunte por las notas de
comportamiento? Y claro, al decirnos esto, el silencio se convertía en una
manta de lana gorda en la que nos escondíamos todos hasta que sonaba el timbre
del recreo.
En aquella época me aterrorizaban las paradojas. Y aquella
pregunta del enjuto sacerdote sin duda representaba una paradoja infranqueable,
que nunca me atreví a cuestionarle, pero que ahora, a estas alturas de la
película, lanzo sin más pretensiones que demostrar que a veces la religión es
el lobo de Caperucita, que mucho a dónde vas, mucho interés por tu vida, pero
que lo único que quiere es comernos de un bocado.
El caso es que crecer en la religión católica es un mar de
confusiones para un niño tonto. Primero te dicen que Dios es Amor. Y tú un
pecador. Desde que naces. Jesús murió por tus pecados pero lo hizo antes de que
yo pudiera pecar, porque no existía. Pero bueno, se lo agradezco, porque dio su
vida por mis futuros extravíos. Pero al mismo tiempo me dicen que al nacer,
nazco con pecado. Siendo un bebé, sin intenciones ni deseos por la vecina del quinto, ni envidia
por cómo Iván siempre mete goles y le eligen primero al hacer equipos, y sin ni
siquiera culpa por no ir a misa los domingos. Pero nazco con pecado. El pecado
original le llaman. Por una historia con una manzana que por lo visto hasta la
Iglesia reconoce que no es más que un cuento, una alegoría. Pero que a muchas familias
les cuesta una pasta al tener que invitar a amigos y familiares al bautizar a
ese bebé que no se entera de nada (algo que me lo discutiría Platón, si
anduviera por aquí), pero que ya está en pecado. Y si nazco con ese pecado, por
herencia, que ya podría haber heredado un apartamento en Cádiz, cerquita del
mar, si nazco pecador, ¿qué quiere decir? ¿Qué Jesucristo no hizo bien su
trabajo? ¿O que el crédito de perdonar pecados se acababa a los 1.500 años?
Pero la paradoja que me aterrorizaba no era esa. A mí lo que
me acojonaba era ese Juicio Final. Ese Dios es Amor y tú eres un pecador desde
que naces. Y esa pregunta de “¿has sido bueno?” Porque claro, si eres un
pecador siendo bebé, imagina cuando empiezas a crecer, cuando te quedas con la
vuelta de los mandados, para comprar cromos; cuando no le das a tus padres el
examen de mates, para que no vean el suspenso; cuando dices que no tienes
deberes para poder ver los dibujos y ya ni te hablo -siendo un niño, tardé mucho en
pensar en eso-,
cuando descubres que las niñas no son criaturas raras, casi de otro planeta,
sino seres que huelen siempre a colonia de baño, van muy bien peinadas y cuando
te hablan o te miran, se te revuelve el estómago, no como cuando estás malo
sino bien, de buen rollo.
Entonces, siendo pecador, si Dios te pregunta ¿has sido
bueno? ¿Cómo cojones vas a poder decirle que sí? Te va a pillar fijo. Con todas
las pistas que te ha ido dando, ¿cómo de pronto le vas a poder decir “pues
mira, la verdad es que soy de lo mejorcito”. Y este pensamiento me dejaba
desolado, porque las opciones no eran muy agradables, teniendo en cuenta que el
infierno era un sitio de mierda donde sólo había cadenas, hogueras de azufre y
gemidos de dolor y angustia. Y encima ¡para toda la eternidad! No sé quién se inventó
este sitio, pero quien lo hiciera, no podía ser buena persona. No se puede uno
inventar un sitio tan chungo y luego ser un cachondo con el que te gustaría ir
de copas. Imposible.
Ya hay poco gente que piensa que soy tonto. O no muchos. O
por lo menos que yo sepa. He aprendido a disimularlo bien. Pero lo cierto es
que esta paradoja, si ya no me quita el sueño, sigo sin comprenderla. Pero
cuando me muera, si lo de la historia del Juicio Final, por estas cosas que
tiene la vida, que a veces parece una de esas películas en la que no te esperas
el desenlace, resulta que hay un Dios y te pregunta el dichoso “¿has sido
bueno?” Voy a volver a mi niñez, a ese enano tonto pero sincero y voy a
contestar: “hombre, si tú eres el modelo de amor, tú que has extinguido
generaciones a base de diluvios y fuego; que nos has puesto aquí sin un puto
libro de instrucciones diciendo de qué va esto; que dejaste que humillaran y
mataran a tu hijo, por mucho que lo trajeras de vuelta; que pusiste la primera
piedra de lo que se ha convertido en un lupanar de odios, muertes y abusos
durante siglos, en un tipo que ya de primera te negó tres veces (que luego el
tonto soy yo); que has dejado que hagan cosas horribles en tu nombre; y que
encima todo lo justificas culpándonos por nuestro libre albedrío y tú, siendo
todo poderoso y todo misericordioso y todo Amor, te has mantenido al margen. Si
éste es el baremo, la vara de medir, ya te digo que sí, que soy cojonudo. Tonto,
muy cabrón, le he dado varias vueltas al marcador de los mandamientos, hace una
década que ni piso una iglesia y mi fe, es más pequeña que la espinilla de una
chinche. Pero yo no le pido a la gente que haga cosas por mí sin ni siquiera
saber si existo. Porque lo que tú llamas virtud, yo lo llamo una putada y una
coartada en la que llevan guerras y odios, excusándose y resguardándose durante
siglos y siglos. ¿He sido bueno? Posiblemente para ti y los que te crearon, si
no al revés, no. Soy de lo peor. Pero pregunta por ahí. A los que me vieron, a
los que me conocieron. A los que se preocuparon en pasar algún tiempo conmigo.
Lo mismo te llevas una sorpresa”.